Dominando la Baixa desde una de las colinas más altas de la
ciudad, la historia del castillo cuenta con más de ocho siglos. Excavaciones
arqueológicas en el lugar dan cuenta de la existencia de un poblado fortificado
ya en el siglo VI de nuestra era, pero la construcción del castillo propiamente
dicho data de los siglos X y XI, cuando Al Uzbuna, tal como llamaban los
árabes a Lisboa, era una importante
ciudad portuaria musulmana. La medina se extendía en las laderas de la colina
hasta alcanzar el río y parte de la misma estaba también protegida por una
muralla.
La fortificación en la colina era, entonces, centro militar y residencia de altos mandatarios y nobles
musulmanes, hasta que en 1147, Afonso Henriquez, primer rey cristiano de
Portugal, conquistó la ciudad a los moros, quienes opusieron gran resistencia.
La leyenda en torno a
este asalto enaltece la figura de un caballero llamado Martim Moniz
quien para impedir que los moros
cerraban la puerta del castillo, se interpuso en el quicio, usando su propio cuerpo
como cuña, hecho que le costó la vida. La puerta que se encuentra en la Praca
Nova lleva su nombre evocando aquel legendario acontecimiento.
(Fuente: Mundo city)
Despues de muchos años, vuelvo al restaurante O Minhoto, que es mas que restaurante, casa de comidas, humilde y honesta. Sigue alli antendiendo el mismo matrimonio que lo hacía antaño y siguen sirviendo unas sardinhas na brasa bien buenas. Me explica el patrón que un "minhoto" es alguien nativo de la región del Miño, al norte, lindando con Galicia. Allá donde confluyen la saudade y la morriña.
Hay que volver a Lisboa de cuando en cuando, para que la memoria auditiva refresque el recuerdo del chirriar de los viejos tranvias de madera y tracción electrica.
amica veritas, sed magis amicus plauto
Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.
En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.
Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.
Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.
Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.
En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.
Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.
Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.
Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.