A pesar de su reducido tamaño (apenas tenía tres galerías
superpuestas y un puñado de pasadizos interiores), la Pedanía de Halicarnaso
poseía uno de los sistemas de alcantarillado más grandes y complejos del mundo
antiguo.
Mediante un ingenioso sistema de ingeniería drenaba las
aguas del Igris y el Téufrates que, una vez usadas, se vertían al vacío como
aguas residuales a través del gran desagüe.
Los ingenieros de la época lo consideraron un caudal
excesivo, de escasa funcionalidad y proporciones absurdas. El promotor de la
obra, Tarquino el Truncado, hubo de aguantar las continuas mofas de sus
acérrimos enemigos Exuperio Livio y los vulcanólogos de Pompeya.
Sin embargo, las crónicas de Estrabón nos cuentan que el
generoso caudal de la Cloaca Máxima resultó vital en algunos episodios
críticos de su historia y menciona, a modo de ejemplo, las naumaquias de
Proserpina o las grandes diarreas del Segundo Imperio.
Se trata de una gran roca circular ahuecada desde el eje en
una suerte de gajo. En esa sección vertical dejaron yuxtapuestas sus improntas
las distintas culturas que lo habitaron desde tiempo inmemorial, componiendo
uno de los conjuntos monumentales más eclécticos de la Jacitania.
En el plano superior destaca una basílica de estilo
gótico-manierista, fruto de una precipitada reforma de la primitiva ermita
visigótica, y unos parterres ajardinados a los que los nativos llaman
pretenciosamente La Rosaleda de Versalles. En el plano medio, un aljibe
de aguas ferruginosas, posiblemente de origen mozárabe. Finalmente, en el
estrato inferior encontramos una especie de lavadero o forja para el culto
mitral, donde quizás fundieron los primeros fenicios el mítico Tesoro de
Carambolo.
Durante la Restauración fueron proliferando en la corteza
exterior algunos caseríos y modestos núcleos urbanos, pero actualmente están
casi todos deshabitados. Demasiados paisanos se precipitaban al vacío
por la acusada pendiente de las laderas, sin que nunca más se volviera a saber
de ellos.
Hoy en día, apenas quedan en pie unas
cuantas piedras de esta ciclópea infraestructura, que, según la leyenda, fue
levantada en tan solo tres días por unos gigantes antidiluvianos, si bien
parece que de la fontanería y las instalaciones eléctricas se ocuparon unos
enanos prodiluvianos.
El Acueducto de Plutarco, de
esbelta arquería y formidables proporciones, tenía la particularidad de que su
trayectoria era circular y, por tanto, se abastecía de agua únicamente a sí
mismo. Debido a esa característica, el ahorro de recursos hidrológicos era
notable, pero resultaba completamente inservible. En verano, cuando la canícula
secaba su canal, los aldeanos debían acarrear el agua en baldes desde el lejano
rio Tanagro hasta la inútil canalización. No es de extrañar el desapego que los
vecinos sentían por su acueducto.
En ese estado de dejadez se encontraba
cuando la virulenta erupción del Krakatoa dañó seriamente su estructura. El
Tribunal de las Aguas aconsejó su reconstrucción, pero de nada sirvió ante la
codicia del administrador del regadío, el Archiduque de Torlatto –Fabrini, que
ordenó la demolición del acueducto y construyó en su lugar un enorme
excalestric para impresionar a la corte y entretener a sus numerosos
amantes.
amica veritas, sed magis amicus plauto
Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.
En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.
Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.
Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.
Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.
En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.
Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.
Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.
Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.