lunes, 5 de abril de 2010

Don Miguel de Mañara


Tras unos dias de merecido asueto, retomo el testimonio de mi visita a Sevilla, que seguramente os estará resultando de enorme interés.

Hoy descubro el hospital de la Caridad, una institución de beneficiencia situada junto a la Plaza de la Maestranza. Se fundó en el siglo XV, para enterrar a los ajusticiados y los ahogados en el Guadalquivir, pero conoció su máximo esplendor en el XVII, tras el ingreso en la orden de Don Miguel de Mañara, que fundó la iglesia y un nuevo hospital.

Edificante figura la de don Miguel de Mañara, cuya misteriosa leyenda inspira la de Don Juan Tenorio. El tal Mañara era un joven adinerado que llevaba una vida de crápula. Una noche volviendo de una juerga se encontró con un cortejo fúnebre y preguntó quien era el finado. “Es don Miguel de Mañara”, le respondieron. Parece que encontrarse con su propio funeral le sobrecogió profundamente, porque a partir de esa noche enmendó su vida y la dedicó a socorrer a los necesitados.

3 comentarios:

Wendy Pan dijo...

Pues claro que nos resulta de enorme interes, querido Aventurero.
Sevilla y sus misteriosos y exóticos rincones (encima estoy leyendo la última y marina aventura del capitán Alatriste, que se entremezcla con moros, turcos y/o/u sarracenos ;D).

EL AVENTURERO dijo...

gracias, wendy, menos mal que a alguien le interesa

DtV dijo...

ah! no! que somos legión los que te seguimos, lo menos lo menos cuatro que hemos entrado 25000 veces cada uno.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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