miércoles, 8 de junio de 2011

Rataskaevu 14



Sé que mi entrada anterior le habrá puesto a mas de uno los pelos como escarpias, pero esta es aun mas espeluznante. Y es que en esta casa, el numero 16 de la calle Rataskaevu, se celebró en una ocasión una boda, a la que asisitió como invitado de honor, el mismisimo diablo. Todavía, a altas horas de la noche, se pueden oir los ecos de la fiesta, a pesar de que en la habitación del tercer piso donde se celebró la fiesta, las ventanas han sido tapiadas y, para disimular, han pintado unas cortinas sobre el crital.

En el pozo que hay enfrente los atroces tallinenses medievales solian arrojar los gatos callejeros, esperando obtener a cambio prosperidad para el año venidero, en base a no sé qué cerril superstición.






El propietario de esta casa había malgastado su fortuna y tenía un futuro muy negro. Una noche llegó a estra tan desesperado que decidió quitarse la vida. En el momento fatal, un desconocido entró en la habitación pidiendo el permiso de los propietarios para celebrar una boda en el último piso de su casa la noche siguiente. En recompensa, prometió al hombre todas las riquezas, pero con una única condición: nadie podría ver y escuchar lo que pasaba en la fiesta, de lo contrario, el espía lo pagaría con su vida. El propietario aceptó la propuesta. A la hora acordada, empezaron a llegar lujosas carrozas y las luces se encendieron en el piso superior. Sonaba la música fabulosa y toda la casa temblaba como si estuviera bajo el peso de gran número de bailarines. Cuando el reloj dio la una, todo desapareció. El propietario se enriqueció enseguida y empezó a derrochar todavía más. Al mismo tiempo, de repente murió su mayordomo, y antes de morir, reveló al cura, que había estado escuchando en la boda de los demonios.

1 comentario:

Judax dijo...

Lástima haberme perdido el fiestón, y me alegro de no ser gato.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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