domingo, 2 de octubre de 2011

la risa

Estos dias se ha celebrado la segunda Semana de literatura de Humor, la Risa de Bilbao. Alli he disfrutado de acontecimientos excepcionales, como una profusa exposición de originales de Juan Carlos Egileor, la presencia gigantesca de Francisco Ibañez o la desternillante presentación de la mano de Mauro Entrialgo, del libro de Montero y Maidagán Dos hombres sin destino, publicado por la editorial riojana Pepitas de calabaza.

Entre estas y otras muchas cosas, la Risa de Bilbao organizaba un concurso de microcuentos de humor, relatos de menos de cien palabras, relacionados con los viajes. Entre los 240 presentados, seleccionaban diez finalistas que se leyeron ayer públicamente en la carpa. Y entre estos diez había uno que presenté yo y que os trascribo a continuación.




LAS DAGAS DE SOLIMAN

Acababa de llegar a Estambul , merced a aquella oferta Todo incluido.

Mis pasos me llevaron hasta El Kapali Çarsi, llamado Gran Bazar. Un anciano comerciante requirió mi atención para ofrecerme una mercancia muy especial: la Daga Perdida de Soliman. La pieza era única y la contraprestación requerida muy razonable. Una ganga, vamos.
 
Cerramos la transacción y sali sigiloso de aquella trastienda con mi valiosa adquisición. Para mi sorpresa, minutos despues otro mercader igualmente anciano me ofreció una segunda Daga de Soliman, igualmente perdida y recubierta de preciosos zafiros, y a un precio aun mas irrrisorio.

Definitivamente, era mi dia de suerte.




3 comentarios:

Snad dijo...

..donde estaríamos sin el humor. Ya imagino que estabs ahciendo mientras lo leían, dando lo mejor cerca de los canapés. Muy buen relato. [ya le dijo el Licenciado que reflotaron el vaporcito?]

EL AVENTURERO dijo...

hola, mon
ya habeis vuelto?
ni idea del vaporcito, pero si es asi, es una feliz noticia

Snad dijo...

.ya volvimos, el Licenciado andará hoy gritando por los pasillos. ¡reflotelé!

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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