domingo, 9 de diciembre de 2012

El maestro y el discipulo



Antes de dirigir el Shaolin, Bhodhidharma ya gozaba de notable prestigio. En el año 527 D.C.E., llegaba a China, a la provincia de Guangdong, procedente de la India.

Habia mucha expectación por conocer la nueva forma de budhismo que practicaba, llamada Da Xing, asi que un gran numero de personas se congregó a escuchar sus enseñanzas. Bhodhidharma vió a la multitud y en lugar de hablar, se sentó y empezó a meditar por varias horas. Cuando terminó se levantó y se fue sin decir una palabra.

Este laconismo entusiasmó a la parroquia y especialmente a un joven militar, llamado Shen Guang, que decidió seguirle alla a donde fuera, con la esperanza de que lo tomara como discípulo. Durante trece años siguió sus pasos, le atendió y le procuró el sustento material necesario para sobrevivir, pero Bhodhidharma, que era muy suyo,  ni le miraba ni le respondía cuando le hablaba.

Hasta que un día de invierno Shen Guang se hartó. Estaba fuera en la nieve, tenía frío y se empezó a enfurecer. Levantó una bola de nieve y se la arrojó al maestro. Esto despertó  de su meditación a Bhodhidharma, que dirigió su mirada a Shen Guang. Con irá y frustración Shen Guang le preguntó cuando iba a comenzar a enseñarle.

Bhodhidharma le respondió que le enseñaría cuando nieve fuera roja. Al oír esto algo se iluminó en la cabeza de Shen Guang. Tomo su espada y se corto su brazo izquierdo, y empezó a sacudir el brazo cortado con su mano derecha, la sangre que caía tornó roja la nieve. Al ver este dantesco espectáculo, Bhodhidharma sintió ablandarse su corazón. Asintió con la cabeza y aceptó a Shen Guang, como discípulo.

Esta es la razón de que los monjes Shaolin se saluden con una sola mano. 


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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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