Apenas a cinco kilómetros
de Heraklyon se encuentran las ruinas del
Palacio de Knossos, el principal vestigio de la cultura minoica.
Llama la atención que la organización arquitectónica
del palacio forma un espectacular laberinto de callejuelas y pasajes en zigzag
que ponen a prueba nuestro sentido de la orientación, y dan sentido a la
leyenda de Teseo y el Minotauro. Y es que, según la mitología, el palacio Knossos
era el laberinto donde moraba esa monstruosa
criatura, con cuerpo de hombre y cabeza de toro.
La historia de su concepción tiene su guasa. Poseidón
había entregado al rey Minos un fabuloso toro blanco, con la orden de
sacrificarlo en su honor. Minos desobedeció al dios, y mantuvo al toro en su
corte con desastrosas consecuencias: al parecer el toro era tan resultón que la
mujer del rey, Pasifae, se enamoró de él y, ni corta ni perezosa, se dijo “me
lo tiro”. Se puso una piel de vaca para encender en el morlaco las ganas de montarla
y consumó el bizarro acoplamiento.
Fruto de esta unión nació el Minotauro, un ser violento que
se alimentaba de carne humana. Para esconder su vergüenza y proteger a su
pueblo, el rey Minos rogó al inventor Dédalo que le construyera un laberinto en
Knossos, del que el monstruo nunca pudiera salir. Cada nueve años, a fin de
apaciguarlo, Minos le ofrecía la bestia, siete mujeres y siete muchachos, que
eran aportados por Atenas como pago de
un tributo al Rey de Creta.
En una de esas, Teseo se ofreció voluntario como
víctima, con la intención de matar al Minotauro y liberar a Atenas del cruel tributo.
Ariadna, la hija del rey, que se había enamorado de Teseo, le ofrece su ayuda
con la condición de que se case con ella.
Acordado el casamiento, Ariadna le proporciona un ovillo de hilo que le ha dado Dédalo, el
arquitecto del laberinto. Teseo ató uno de sus extremos en la entrada y siguiendo
el hilo por los intrincados vericuetos del laberinto, puede, efectivamente,
encontrar la salida después de darle la estocada al minotauro.
Cuando Minos supo que Teseo había matado al minotauro
montó en cólera por lo que Teseo y Ariadna tuvieron que apresurarse en la huída.
Aunque ella nunca llegó a ver la tierra de
Atenas, pues Teseo, que no era de muy de cumplir sus promesas, la
abandonó dormida en la orilla. en una escala que hicieron en la isla de Naxos.
amica veritas, sed magis amicus plauto
Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.
En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.
Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.
Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.
Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.
En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.
Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.
Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.
Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.
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