lunes, 30 de octubre de 2017

Santiago de Cacém



A manhá rompia do alto sobre a planicie escura. Contra o céu ja dan um azul vivo, recortavam-se as muralhas do Castelo.

Manuel da Fonseca, en Cerromaior




Sobre la fundación del castillo de Santiago de Cacém se cuenta una hermosa leyenda: Durante los tiempos de la ocupación musulmana, era señor de esta región un moro muy rico que tenía tres hijos: dos chicos y una chica. Muy viejo, sintiendo que se acercaba la muerte, llamó a sus hijos y les comunicó su deseo de repartir los bienes, pidiéndoles que lo hiciesen pacíficamente entre sí. Según la costumbre, el mayor tomó para sí las tierras que deseaba; el segundo procedió del mismo modo, con la parte restante. Quedando todavía una gran extensión de propiedades y riquezas para la joven, el viejo padre le pregunta si quedará satisfecha con la parte que le tocará, a lo que ella responde: - Sí, padre, pero no deseo propiedades. Pienso que es más necesario que tengamos un castillo para nuestra defensa. Para mí deseo sólo el terreno que se pueda cubrir con la piel de un buey. Ante la admiración del padre y los hermanos, le dieron la piel que pedía para que pudiese marcar la parte que reclamaría de la herencia. La joven hizo entonces cortar la piel en finas tiras, y con ellas delimitó el perímetro del área que quería. Al terminar, se sucedieron tres días de fuerte nevada, al final de los cuales se calmó: todos vieron entonces, levantado por arte de magia, el Castillo de Santiago do Cacém. (Suplemento Litoral Alentejano, diciembre de 1998, adaptado.)

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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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