miércoles, 22 de mayo de 2019

Así la nomina: no voz ovina, ni mona lisa.




El trabajo  de Sergio Igrés era también su afición y su muy temprana vocación. Desde niño había soñado con ser compositor de palíndromos.

Sintió la llamada en la escuela, el día que su maestra, explicando las figuras retóricas, mencionó el mágico funcionamiento de los palíndromos, esas frases  que se leen igual hacia atrás que hacia adelante. Nunca olvidaría el ejemplo que puso: “DÁBALE ARROZ A LA ZORRA EL ABAD”. Esa idea se le quedó grabada en su cabeza infantil. La imagen del clérigo alimentando a la raposa le resultaba de una belleza extraña, tan sugerente que se emocionaba cada vez que la recordaba. Cuando la frase acababa, volvía a empezar en sentido contrario, como en un juego sin fin de espejos enfrentados.

No tardó Sergio Igrés en darse cuenta que su propio nombre propio era un palíndromo. Desde entonces tuvo claro cuál iba a ser su futuro: un día también él discurriría esos aforismos simétricos y los difundiría a los cuatro vientos.

Así encaminó toda su formación hacia ese oficio. Entonces, como ahora, la profesión de palindromista era una de las más demandadas. ¿Quién no necesita tener cerca a alguien que le dé la vuelta a las frases y las ponga ambidiestras y retractiles, las gire y las enderece hasta redondear el capicúa literario? Tanto empresas como particulares, asociaciones o comunidades de vecinos, todos querían disponer de los servicios de su propio palindromador. 

Pero para Sergio no era solo un modo de ganarse las alubias. Realmente disfrutaba de este oficio. Degustaba cada fonema. Alargaba y retorcía  las palabras hasta que quedaban despojadas de todo sentido, y sin embargo dotadas de un orden preciso, cercano a la provocación dadaísta.
Cuanto más absurdo, más puro se le antojaba el palíndromo. Cuanto más se alejaban de la lógica las palabras, más se desprendían de las ataduras morales.

Ascenso y caída de Sergio Igrés, creador de palíndromos

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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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