domingo, 9 de agosto de 2015

Casa de Unamuno y casa de las Muertes


Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.

Y cuando el sol al acostarse encienda
el oro secular que te recama,
con tu lenguaje, de lo eterno heraldo,
di tú que he sido.
 

    Miguel de Unamuno



En la calle Bordadores de Salamanca nos encontramos con la Casa de las Muertes. en este momento, nos sacude un escalofrio¿sera por la botella de Rivera de Duero que nos hemos pimplado? ¿será por las fuenestas calaveras esculpidas en la fachada del soberbio edificio plateresco? ¿Cual es la razón de tan tétrico nombre? y la respuesta es simplemente vaga, huidiza, no se sabe a ciencia cierta, se desconoce.
 Cuentan que a mediados del siglo XlX, una inquilina de la casa que vivía allí sola fue asesinada misteriosamente. Tan misteriosamente que jamás pudo darse con el asesino ni ahuyentar la creencia de que algo sobrenatural pudiera andar detrás de aquella muerte. Cuentan también, que toda la familia de un sacerdote fue arrojada a un pozo de la casa sin que pudiera descubrirse tampoco el misterio de aquellas muertes.
Tambien se dice que allí aparecieron los cadáveres de los hermanos Manzano, emparedados y decapitados por Maria la Brava.  

Numerosas leyendas aluden a esta casa fundada en el siglo XVI por D. Alfonso de Fonseca, Patriarca de Alejandría. Una habla de amores entre una pareja pertenciente a dos jóvenes de las familias enfrentadas en la guerra de bandos. Otra refiere los asesinatos perpetrados por un marido despechado, que mató a los amantes de su esposa  debajo de su balcón.  

 En fin, todo historias de honores mancillados y  muertes cruentas.   Al parecer durante mucho tiempo la casa de las Muertes estuvo cerrada sin que nadie se atreviera a habitarla, ya que corria  por la ciudad el rumor de que se escuchaban ruidos extraños en la casa y que lánguidos fantasmas habitaban sus estancias.

Y hablando muertes, lo que si es cierto e indubitado es que en la casa de al lado vivió y murió Unamuno, tal como atestigua una placa, con los versos finales del poema: "Mi Salamanca".


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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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