Doña María Rodríguez de Monroy,
conocida como “María la Brava”. Natural de Plasencia, cuando contrajo matrimonio con Enrique Enríquez, se trasladó a vivir a
Salamanca, a una casa que aún se conserva en la ciudad del Tormes y aun lleva su nombre.
Pronto enviudó Maria y quedó con dos hijos a su cargo: Luis y Pedro, conocidos
como “Los Enríquez”. En una disputa surgida en un juego de pelota Pedro, el
pequeño, fue asesinado por los hermanos Manzano.Temiendo las represalias del
Luis, los Manzano le tendieron una emboscada y le dieron muerte como a una
alimaña.
No quedaban varones en la familia que vengaran la muerte de los Enriquez y
poco podian temer de la anciana madre, pero por si acaso, los Manzano huyeron a
Portugal. doña María, que no se encontraba en Salamanca, regresó para enterrar
a sus hijos. despues difundió la falsa noticia de su retirada a tierras
segovianas para llorar tan triste pérdida, pero en realidad partió hacia Portugal
donde consiguió localizó a los hermanos Manzano, los mató y los decapitó. Luego
volvió a Salamanca con las cabezas y las arrojó sobre las tumbas de sus
hijos en la Iglesia de Santo Tomé.
Y entonces ya se quedó a gusto la señora.
Esta matanza enzarzó los ánimos; la ciudad se dividió en dos bandos, el
llamado de San Benito, alrededor de la familia de los Manzano y el de Santo
Tomé, encabezado por los Enríquez, y la rivalidad no terminó hasta años mas
tarde cuando el fraile Juan de Sahagún consiguió apaciguar los ánimos y
terminar con la guerra de los bandos.
amica veritas, sed magis amicus plauto
Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.
En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.
Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.
Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.
Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.
En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.
Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.
Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.
Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.
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