martes, 21 de julio de 2009

villa adriana

Con nuestro tino habitual, elegimos una mañana lluviosa para ir a visitar Tivoli, entre los montes tiburtinos y la campiña romana, a unos 30 kilómetros de la urbe. Nuestro destino era la Villa Adriana, donde el emperador romano (en realidad era de Sevilla y olé) Adriano pasó los últimos años de su vida.

Entre cipreses, pinos y olivos milenarios, el emperador mandó levantar edificios inspirados en grandes construcciones de Grecia, Alejandría o Asia Menor. No en vano Adriano fue un viajero incansable y había recorrido todos los rincones del imperio.

Nosotros, por el contrario, somos viajeros cansables, y para cuando llegamos a la Villa Adriana ya estabamos agotados, después de coger un metro, dos autobuses y una paseata de dos kilómetros bajo la lluvia.


3 comentarios:

Judax dijo...

Lo de su origen sevillano es cuestionable, ya que su ciudad natal parece ser que fue Itálica, a unos 8 kilómetros de Hispalis (la actual Sevilla), aunque algunos afirman que nació en Roma.

Itálica, primera ciudad romana fundada fuera de la península itálica, llegó a rivalizar en importancia con la mismísima Roma. Sus ruinas se extienden próximas e incluso bajo la actual localidad de Santiponce. Los restos de esta gran ciudad bien merecerían una visita del Aventurero.

EL AVENTURERO dijo...

fui un dia a visitar italica, pero estaba cerrado

Wendy Pan dijo...

Qué envidia me das Venturero, yo no pude salir de la urbe romana, los compromisos impuestos por los politicastros nos lo impedían una y otra vez.
Por cierto aunque no comente no significa que no pase por aquí, pero muchas veces me encuentro ante tales imágenes repreciosas y coments brillantes, y entre eso y que este curro me tiene sorbido el seso (al menos el seso bueno) pos no se me ocurre ningún comentario que esté a la altura.
(No vayas a pensar que me olvido de "viajar" contigo).

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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