domingo, 31 de julio de 2011

Sarcofagos fenicios



La joya del Museo de Bellas Artes de Cádiz son estos dos sarcófagos del siglo V a.C. de origen fenicio. Su gran calidad artística resulta superior a la de los encontrados en otras colonias fenicias del Mediterráneo, incluso a los de Cartago. Corresponden a un tipo de enterramiento individual consistente en una cámara individual formada por grandes sillares de piedra ostionera, dentro de la cual se introducían los sarcófagos.

El sarcófago masculino fue encontrado en 1887 en la Punta de Vaca, zona ocupada en la actualidad por los Astilleros de Cádiz.


Desde la aparición del sarcófago masculino, el infatigable investigador, excavador de la necrópolis gaditana y director del Museo, Don Pelayo Quintero, había buscado el sarcófago de su esposa, pues estaba convencido de que tenia que existir una pareja. A esa busqueda dedicó gran parte de su vida, dio conferencias por el mundo y defendió su hipótesis ante la comunidad cientifica. Al cabo murió sin ver cumplido su sueño.


Nunca supo que la pieza que siempre había buscado estaba justo bajo sus pies. El 26 de septiembre de 1980, se realizaron unas obras bajo la vivienda de Pelayo Quintero, y alli apareció el sarcófago femenino.


El inquieto arqueólogo tuvo un sueño, y sobre ese sueño durmió largos años. Literalmente.

5 comentarios:

El Licenciado dijo...

Que es lo que tiene ella en la mano? Un consolador fenicio?

EL AVENTURERO dijo...

lisensiado, eres un obseso

en la mano lleva una especie de cuchillo, como se puede apreciar a simple vistA

El Licenciado dijo...

Él, en cambio, tiene la mano en una forma sospechosa, sin puñal ni nada,

Anónimo dijo...

Lo que lleva en la mano es una suerte de ungüentario/anforisco pequeño.
El personaje masculino tiene en la mano una especie de fruta, algo redondo que no queda claro qué sería, aunque en el dibujo no está.

Licenciado dijo...

Cualquiera lo diría.....!!

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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