miércoles, 12 de septiembre de 2012

La Comunidad de la Felicidad Duradera

En China encontré una paz espiritual y una armonía con el Universo, que no debía verse limitada a mi Yo interior. Era mi responsabilidad que esta iluminación redundara en beneficio de la comunidad, y mi obligación compartir esos dones con el prójimo en general, y con quien estuviera en disposición de reproducirlos en particular.


Aunque mi mensaje de fraternidad estaba a disposición de cualquiera que le interesara, quise que hubiera un núcleo mas cercano con quien poder intercambiar experiencias en profundidad, donde el Amor universal fluyera de una manera natural y sin injerencias.
Organizé un exhaustivo proceso de selección para que solo los mas aptos espiritualmente pudieran acceder a ese círculo íntimo. Yo fui el primer sorprendido en constatar una curiosa coincidencia: que todas las aspirantes seleccionadas eran mujeres jóvenes y físicamente agraciadas. La maravillosa capacidad de crear vida, ese poderoso potencial creativo, fue quizas lo que me hizo inclinarme por estas candidatas, en prelación sobre otros colectivos, aparentemente menos atractivos, como el de los viejos zarrapastrosos aerofágicos, por poner un ejemplo.


En nuestra Comunidad de la felicidad duradera, que algunos malintencionadamente tildaron de secta, partíamos del principio de que el equilibrio emocional no está reñido con una imagen pulcra y agradable. Por eso la primera medida que adopté, a fin de poner orden en mis heterogeneas tropas, fue diseñar vistosos y elegantes uniformes, que hicieran lucir a mis acólitas en todo su esplendor.

Estos uniformes los usaban exclusivamente cuando salían a las calles, porque dentro de los muros de la Comunidad estaba terminantemente prohibida cualquier tipo de ropa. Esta norma evitaba inhibiciones y bloqueos psiquicos y facilitaba el intercambio de flujos cósmicos.

Bien es sabido que yo no preciso mas bienes materiales que un humilde mendrugo de pan y un camastro donde reposar mis cansados huesos, pero las muchachas llevan otro tren de vida, conforme al ajetreo de su juventud.
 
Desgraciadamente con el exiguo patrimonio de las discipulas no podíamos garantizar la viabilidad económica del proyecto, asi que una vez registrados sus bienes a mi nombre, tuve que mandarlas al limosneo. A las que mostraron mayor sensibilidad musical las agencié unos violines orientales y les puse a interpretar piezas de opera china a la puerta de las pagodas, donde conseguían generosos óbolos, que yo administraba con criterios de austeridad y racionalidad. Y si algun remanente pasó a ingresar mis cuentas, como pretenden ciertas insidias mediáticas, fue para mejor proveer ante hipotéticas adversidades futuras.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Por qué será q auguro un best seller d este anticipo d estas memorias d un interino maduró en la china dl ocaso occidental??!!!! Sigue deleitándonós!!!!!
Amaia

El crítico Larrauri dijo...

Brillante...Sumamente brillante.

El crítico Larrauri dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Itziar dijo...

Como gestor de grupos selectos no tienes precio... Pena que haya tantas envidias entre asalariados mediáticos. ¿No te tentó la idea de importar alguna de las muchachas y colocarla a la puerta de la Catedral del Botxo? Itziar

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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