domingo, 30 de noviembre de 2014

El Pay pay

 
 Esta esquina junto al quicio de la mancebía, en la que se distingue la rotunda envergadura del lisensiado Valdes, pertenece a la calle Silencio, en el gaditano barrio del Populo, donde tuvo lugar el recital poético de marras. El local reconvertido en Párnaso dadaísta, se llamaba Pay pay, y fue otrora antro de picardía cupletera  y lenocinio de ultramar.

Durante mucho tiempo ha sido este Populo un barrio de prostíbulos y tabernas portuarias, donde buscaban los marineros abrigo y desahogo, cansados del celibato que la Mar impone a sus hijos. Hombres sin nombre procedentes de todos los océanos, que recalaban en estas cantinas ávidos de pespitación. Un vaso de aguardiente donde ahogar sus nostalgias y un pecho de sirena acogedora donde naufragar la galerna de una noche. Como nos decía el  tango, alli se refugiarían “Rubias mujeres de ojos de estepa, lobos noruegos de piel azul, negros grumetes de la Jamaica, hombres de cobre de Singapur”.

 

1 comentario:

nom snad dijo...

Silueta porcelanosa la del Linciado, que hizo temblar de sombras y goznes a su paso. Abriose camino por el empedrado en busca de salidas airosas en caso de huída necesaria. Fue por encargo mío. La cosa no pintaba bien y había que reconocer el terreno. La otra medida que se tomó fue intentar emborrachar al personal antes del evento tirando de un precario presupuesto. Algo se logró. Observen que el trazo en esta secuencia de la crónica no del todo fino. Un apunte, a mi ha dibujado con porroncha y soy más bien chato. El jodido Pedro Ximenez.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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