jueves, 9 de abril de 2015

Espejos en el Callejon del Gato


El otro dia paseando por Madrid me encontré con el callejón del Gato. Habia pasado muchas veces por esa zona, cerca de la plaza Santa Ana, pero nunca había reparado en este legendario rincón, donde Valle Inclan ponía a deambular los quebrantos de Max Estrella y su leal amigo latino de Hispalis. Los agonico protagonistas de Luces de Behemia descubren en este  Callejón del gato los espejos concavos y convexos cuyo reflejo deformaban la realidad trasformandola en esperpento.

Tambien dedicó tinta a estos espejos el otro por antonomasia llamado Ramon, el Gomez de la Serna: "En el callejón del Gato hubo hasta hace poco, calzados en la pared y del tamaño del transeúnte de estatura regular, dos espejos, uno cóncavo y otro convexo que deformaban en don Quijote y Sancho a todo el que se miraba en ellos".

 Parece que los espejos originales ya han desparecido pero han sido sustituidos por otros un poco mas pequeños, en la fachada un local con poco encanto, especializado en expender patatas bravas.

El verdadero nombre de la calle es Alvarez Gato, y según parece es  este cristiano converso el que da nombre al lugar. Pero leo otra historia que explica la toponimia y que es mas de mi gusto y la trascribo:

En un cercano coto  dieron caza a un gran gato montés. Con su piel el Cardenal Cisneros mandó hacer  unas botas para regalrselas al Gran Capitán, que parece que tenia su residenicia en este callejon. Las botas eran de impecable factura, hechas a semejanza de unas que había usado Carlomagno, pero tenia el inconveniente de que al estar confeccionadas con  piel de gato, despedían un tufillo que atraía a todos los felinos de vecindario, que venían a mearse en el portón.

Cuando el Gran Capitán vestía sus botas, los gatos de la vecindad se iban tras él, mermando su marcial apostura, por lo que se las regaló a su ayuda de cámara. Este detalle le sentó regular  al Cardenal Cisneros, que era muy sentido para según que cosas.


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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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