domingo, 26 de julio de 2015

Si, mancas




No llegamos a saber que es lo que nos iba a contar Delso sobre Simancas (ver entrada anterior), pero acaso fuera la terrible historia de su origen etimológico.
En el año 783 Abderraman II había impuesto al rey  astur Mauregato el infame Tributo de las Cien Doncella, merced al cual Simancas (o como se llamase por aquel entonces esta pujante villa al borde del Pisuerga) se veía obligada a contribuir con siete de sus hijas, que debían ser entregadas al salaz emir de Al Andalus.
En su forzada reclusión en una torre del castillo, las siete desventuradas jóvenes elegidas aquel año se desesperaban por encontrar una solución que les permitiese escapar de su infausto destino,  y no se les ocurrió otra cosa que amputarse sus siete manos izquierdas.
Según la leyenda, viendo aquella masacre y aquellos muñones sangrantes,  el emir Abderramán II dijo: «Si mancas me las dais, mancas no las quiero», y de ahí que el pueblo se quedase con tal nombre. La sorprendente acción de las mozas no cayó en saco roto, y pasó a levantar en armas a la población contra esa injustificable cuota tributaria : «Por librarse de paganos, las siete doncellas mancas se cortaron sendas manos, y las tienen los cristianos por sus armas en Simancas».
 

1 comentario:

nomsnad dijo...

alguien dijo que hubieras sido un buen avistador u ojeador (h-arengador) para la composición de harenes en las medinas de Arabia Saudí y Emiratos, y a poder ser especializado en los de emires para arriba, dadas las bonanzas que de ello repercute al ser tan excelso y delicado el trabajo.

Igual esa ha sido parte de la misión que te ha llegado a Simancas. Entender de reclutamientos curiosos que la historia ha ido dejando en modo de anécdotas. Lástima que ese otro quehacer de la pespitación, que en Simancas es ineludible, no te haya dejado mucho tiempo para el trampantojo y la documentación. Las cosas de palacio, ya se sabe. Por cierto, preciosa ilustración.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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