miércoles, 28 de octubre de 2015

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A principios del siglo XX, excavando una profunda zanja para la instalación de la vía del ferrocarril en el  área situada al norte del Areópago y de la Acrópolis en una pequeña colina denominada «Agoreos kolonós», aparecieron restos de grandes esculturas de la Grecia clásica.

Ante la magnitud del descubrimiento, se demolieron  más de 360 casas modernas para  excavar el lugar concienzudamente. Salieron a la luz los restos de lo que fue el centro de la vida social, política y comercial de la ciudad en la antigüedad: El Ágora de Atenas. En este  lugar los atenienses se reunían para informarse, dialogar y, a menudo, criticar al gobierno. En este foro de libertad e intercambio de ideas se gestó la primera democracia de la Historia.

 En el ágora  se encontraban edificios administrativos, templos, servicios públicos, teatros, colegios, bibliotecas y pórticos, llamados «stoás» (de donde derivara la palabra estoicismo). Entre ellas destaca  la Stoa de Átalo, un edificio rectangular donado por el Rey de Pérgamo, donde se instaló en 1957 el Museo del Ágora Antigua.

También se localizaban en el Ágora ateniense los tribunales de justicia. Aquí se juzgó a Sócrates por sacrilegio, y se le condenó a muerte. Impertérrito, el filósofo bebió la copa de cicuta que se le había asignado, mientras comía y charlaba con sus amigos y seguidores. Después se retiró apaciblemente, a dormir la siesta eterna.



1 comentario:

------ dijo...

se podría decir que Sócrates se retiró estoico y sin aspavientos, en una especie de orkonpon marianton. A veces qué ganas de hacer lo mismo visto el panorama. Alguna vez me he puesto morado a hongos y nada, me despierto y sigo lo mismo. Luego me doy cuenta al ver las barquetas vacías de que lo que he comido eran champiñones. No puede uno envenenarse por todo lo bajo.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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