miércoles, 2 de diciembre de 2015

Diogenes


 
 
Paseando por la calle Diógenes, me pregunto si sería allí donde el filósofo cínico (que no cínico filosofo) tendría instalada la tinaja en la que residía, rodeado por su jauría de perros.

También me pregunto porque se conoce como síndrome de Diógenes a la tendencia a acumular basuras y objetos inservibles, cuando este hombre es conocido por haberse deshecho de todo lo superfluo y haber predicado la renuncia a las pertenencias materiales. De hecho, pocas posas pudo acumular si vivía en una ajustada vasija de barro.

Me pregunto, ya puesto a preguntarme, si sería en esta calle donde Diógenes recibió la visita de Alejandro Magno Alejandro. El todopoderoso rey de Macedonia, al ver las paupérrimas condiciones de vida del anciano filósofo, le preguntó si podía hacer algo para mejorar su situación. «Sí, apartarte, que me estás tapando el Sol», contestó Diógenes de malas maneras. El macedonio no solo aceptó el desplante sin enfadarse, sino que le mostró su máxima admiración: «De no ser Alejandro, yo habría deseado ser Diógenes». Poco amigo de los términos medios, vino a decir: De no ser el hombre más rico, yo habría deseado ser el más pobre.

3 comentarios:

Jose Felix Morales dijo...

Lo llamaban cínico porque en un si,posio al que le habían invitado lo compararon con los perros. Diógenes se orinó en el suelo, para demostrar la importancia que le daba a los juicios de valor de su interlocutor.

Jose Felix Morales dijo...

Creo que Alejandro y Diógenes se encontraron en lo que quedaba de Tebas.

EL AVENTURERO dijo...

pues yo creo que en corinto

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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