miércoles, 22 de junio de 2016

Isola Tiberina




Según la leyenda, tras la caída del rey Tarquino el Soberbio, el pueblo romano arrojó el cuerpo de éste al Tíber. Como querían borrar todo vestigio del odiado rey,  habrían recogido los granos de trigo reunidos por el  y lo habrían arrojado todo sobre el cadáver, creando un sedimento sobre el que se formó la isla tiberina.

Debido a sus oscuros orígenes, la isla estaba considerada como un lugar de malos augurios. Los romanos evitaban ir a la isla  y los peores criminales eran condenados a pasar allí el resto de sus vidas. Esta mala fama se mantuvo  hasta que se construyó unTemplo dedicado a Esculapio, dios romano de la medicina. Actualmente casi toda la superficie de la isla está ocupada por un  importante hospital religioso, perpetuando la  antigua vocación sanitaria de Esculapio.

El  puente que une la isla al barrio judio es  el más antiguo de Roma y está perfectamente conservado. Fue construido en el 62 a.J.C. por el arquitecto Lucio Fabricio, un curator de obras públicas y miembro de la Gens Fabricia, por lo que se le conoce como el Ponte Fabrizio.

Y pasando a necesidades mas mundanas, si el hambre aprieta  uno pude pararse a cenar en Sora Lella, justo en la esquina del puente, un restaurante inaugurado en 1943 por la actriz Elena Fabrizi, y actualmente regentada por su hijo. La sora Lella, como todos la conocían cariñosamente, trabajó en películas míticas como Rufufu y compartió set con todos los grandes: Sordi, Mastroinani, Cardinale, Gassman… Era también hermana de otro gran actor Aldo Fabrizi, el inolvidable cura de Roma Citta aperta.

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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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