lunes, 31 de agosto de 2009

A Santa Compaña

Aunque era tarde ya, me había aventurado mas allá del collado para recoger unas raíces de tejo y unas alas libélula, que tengo oído que la infusión hecha con estos ingredientes es de gran alivio para los orzuelos, la morriña de noviembre y los sarpullidos en la rabadilla, mal este último que me aquejaba por aquellos días. No me gusta andar por esos parajes después del crepúsculo, porque los paisanos dicen que se ven allá cosas muy extrañas y que las piedras albergan espíritus nefastos que se enroscan en las orejas de los pastores extraviados y les susurran palabras blasfemas. Si embargo me alejé demasiado en pos de unas libélulas no acababan de aparecer, cuando súbitamente la noche extendió su tenebroso manto. En la oscuridad ya no fui capaz de reconocer el camino de vuelta a la aldea y me resigné a pernoctar al raso.

Había pasado un largo rato y ya empezaba a conciliar el sueño, cuando escuché un rumor lejano que al poco fue haciéndose más nítido: voces susurrantes que salmodiaban en latín, lamentos de las almas en pena que no encuentran reposo. Al mismo tiempo empecé a distinguir una luz mortecina que se aproximaba por la vereda. “E cousa do demo” pensé y me alejé de allí a toda la velocidad que me permitía la espesa oscuridad. A tientas llegue hasta una encrucijada en el camino donde se alzaba un cruceiro providencial y allí me refugié.

Sin embargo la infernal comitiva seguía acercándose lentamente y ya pude verla con claridad, a pesar de que el sudor frío me empañaba la vista. Unos cuerpos etéreos de carnes pútridas y lívidos rostros, cubiertos por mortajas raídas, apenas alumbrados por las tenues llamas de sus candiles ¡La santa Compaña! En algún lugar tocaba a muerto el sordo tañido de una campana. El terror me paralizaba y nada podía ya hacer sino santiguarme y entregar mi pobre alma a aquel fúnebre cortejo. Pero cuando llegaron hasta mi vera, pasaron de largo, sin reparar en mi presencia. Ni siquiera parecían haberme visto. Acaso el influjo protector del cruceiro me hacía invisible a las cuencas vacías de sus ojos.

Como llegaron, se fueron. La luminaria se perdió en la noche pero la visión me había aturdido hasta tal punto que perdí el conocimiento.
Cuando desperté las tinieblas dejaban paso a las primeras brumas de la mañana. El único vestigio de la aberración era un intenso olor a cera y azufre. Me levante y volví al pueblo. No le hablé a nadie de aquello, ni volví jamás por aquellos lares y desde entonces cuando tengo orzuelos, morriña de noviembre o sarpullidos en la rabadilla, me voy a la botica y me compro un medicamento genérico homologado.

3 comentarios:

gus aneu2 dijo...

Pero bueno, eso no era la santa compaña, serían unos zoombies de botellón, que también los hay. Si hubiera sido la Santa Compaña y tú la hubieras bisto te habría tocado llevar el farolillo del grupo de ánimas hatas que otro incauto se dejara sorprender por tan tenebroso grupo. A leer a Wenceslao para no confundir y temblar con fundamento ;-)

EL AVENTURERO dijo...

ahora que lo dices, puede que fuera una cuadrilla que volvia de gau pasa, un poco perjudicados por los excesos de la noche

gus aneu2 dijo...

qué burro soy, pongo bisto y no visto, merzco penar con la santa compaña, sí que lo merezco, sí.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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