domingo, 4 de octubre de 2009

Tengo un apartamento en New York


En este edificio teniamos nuestro apartamento: estaba en la calle 6, entre la primera y la segunda avenida, en el East Village, una zona muy animada a cualquier hora del dia, con gran variedad de bares y restaurantes y sin la vorágine opresiva del Midtown.

Era uno de esos edificios de ladrillo rojo, con cuatro plantas, con escalera exterior de incendios. Se lo alquilamos a un colombiano muy simpatico que, quien sabe con que oscura financiación, se habia hecho con un pequeño imperio inmobiliario en la zona.


8 comentarios:

gus aneu2 dijo...

Creo recordar que se llama a estos edificios prewar building. Ya me contarás como encontrasteis el alquiler.

EL AVENTURERO dijo...

si te interesa ya te pasare el correo electronico del tipo

Muskilda dijo...

Dime que bajasteis por la escalera de incendios, por favor...

gus aneu2 dijo...

A propósito. Yo te prometí una cámara y es deuda. Y ahora con testigos. En Madrid, en Bilbao o en Aranda, habrá que pensar e algo.

Wendy Pan dijo...

Ooooh, mencantan esos edificios de ladrillo rojo! son de antes de la 2ª guerra mundial, no? pero son una monada!
Y los hay de alquiler? en serio????
Que suertudo eres Aventurero! de los que se la sabe buscar ;D

Judax dijo...

Cuantas cosas habrán sucedido en esas escaleras de incendios !!!!!!!!!!

EL AVENTURERO dijo...

no, muskilda, no las bajamos por si habia en el piso de abajo un vecino con un winchester sentado en su mecedora esperando a que alguien se ocurriera

gus, no te sientas obligado con lo de la camara

wendy, que tal guapa? pues si encontramos unos cuantos en alquiler

ese judax, que ayer andaba por el barrio

Licenciado dijo...

Pero que pasa!!! Pasasteis todo el tiempo en el apartamento?

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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