jueves, 11 de noviembre de 2010

mostra


Durante unos dias nos alojamos en el Lido, esa barra de arena que cierra la laguna veneciana, famosa por su larga playa. Esta isla estuvo muy de moda a principios del siglo XX, cuando la realeza europea frecuentaba su casino y sus lujosos hoteles, y los grandes artistas de la época venian hasta aquí a tomar las aguas.

Ahora recuerdo aquella escena de Muerte en Venecia, de Visconti, en la que Gustav Mahler languidecía en una hamaca del Hotel des Bains, mientras una gota del tinte de su pelo desteñido, se le deslizaba por la frente, como la vanidad diluida por una decrepitud inexorable.

Otro motivo por el que es muy conocido el Lido (y la verdadera razón de nuestra presencia) es porque, a principios de septiembre, se celebra allí el Festival de cine más antiguo del mundo, que cada año atrae a las más rutilantes estrellas del celuloide. Como muestra de la Mostra, adjunto un dibujo en el que el Fugitivo del amor y el Gran Dakari, dos de las estrellas menos rutilantes del celuloide, atraviesan la alfombra roja.

Yo seguía la escena con estupor desde el photocall. Vi como se acercaron hasta el director de la Mostra, un tal Müller, y consiguieron estrechar su mano. Pero el tal Müller era mas listo de lo que esperábamos, y se dio cuenta enseguida de la catadura de nuestros dos entertainments. Después de la película, en el backstage, se negó a servirles champán y solo su exquisita educación austrohúngara impidió que los echara a patadas.


3 comentarios:

Judax dijo...

Visitante 116611. Y yo que me había resignado a no poder atrapar mas capicúas en este el blog de usted.

Yo recibiría con mucha amabilidad y alegría al Fugitivo y al excelso Gran Dakari.

El Fugitivo dijo...

Seguro que el champán estaba caliente...

Wendy Pan dijo...

Bendita austrohungaréz!
jajjajajaja

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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