lunes, 4 de junio de 2012

Santa Maria la Real



Antes de continuar la marcha, un ultimo y aburrido apunte histórico sobre Nájera. Aunque hoy es villa riojana, hubo un tiempo en que fue de Navarra, incluso llegóa a capital del reino, que en aquel entonces se llamaba el reino de Nájera-Pamplona. Así lo testimonia el monasterio de Santa María la Real, que fundara en el año 1032 el rey navarro García IV, conocido como "El de Nájera" puesto que allí nació, y vivió.

Cuenta la tradición, que estando de caza, Don García lanzó su halcón contra una perdiz y ambos se perdieron al interior de una gruta. Las siguió el monarca hasta el interior de la cueva y allí halló un altar con la imagen de la Virgen, y a ambos lados estaban, en pacífica convivencia, las dos aves, la rapaz y la torcaz..

En torno a la gruta mandó el rey edificar este soberbio monasterio, y a su muerte fue sepultado en su cripta, como tantos otros reyes posteriores. Vanitas vanitatis. El Panteón de los Reyes conserva hasta treinta sepulcros de monarcas castellanos y navarros como García el de Nájera, Sancho el Noble, el infante Ramiro, Sancho II Abarca, Bermudo III de León, Sancho IV el Sabio de Navarra.

De todos ellos, el de mayor valor es el sepulcro románico de Doña Blanca de Navarra, aquella reina lánguida cuya sucesión provocó la guerra entre agramonteses y beamonteses, navarros de la montaña y la Rivera, por frenar las aspiraciones de su hijo, el primer Príncipe de Viana.

Siendo apenas una niña Blanca se había opuesto al apaño conyugal que le habían concertado con el rey de Sicilia, Martín, el Joven, hijo de Martín I el Humano. Por esta rebeldía ante el matrimonio, su padre la castigo a vivir recluida en un torreón de la Bardenas reales, sola y aislada, y sin más sustento que pan y agua. Se apiadó de ella un pastor que por allí remansaba sus ovejas, y le ofreció queso y leche. Años más tarde, siendo ya reina de Navarra y enviudada del siciliano, le regaló al pastor todas aquellas tierras.



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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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