miércoles, 3 de diciembre de 2014

Arzobispo Bizarron




Estabamos en el Obregón, decantando unos finos y rechupeteando unos helados musicos, cuando apareció un panadero ilustrado intentando vendernos unas hogazas. Como rechazamos su oferta, me obligó a dejar constancia de ello en el dibujo. Además se vengó dándonos una profusa charla sobre el renacimiento italiano, la cúpula de Bruneleschi, el baptisterio de Giotto, los últimos días de Leonardo en Amboise… una chapa del tamaño del Duomo de Florencia. El panadero era tan pedante como yo, pero mas erudito.

Le  pregunté por el arzobispo Bizarrón, que daba nombre a la calle de enfrente y había suscitado mi curiosidad. Pero en ese momento, pasaba uno de esos aviones panzudos de la vecina base naval americana de Rota, que tanto ruido hacen, y no pude escuchar su respuesta.

Acaso me dijo  que Bizarrón  fue un político y religioso nacido en el Puerto de Santa Maria en 1658. Me habrá explicado que llegó a ser arzobispo de México y trigésimo octavo virrey de Nueva España, y que tuvo un papel destacado en la Guerra de la Oreja de Jenkins. Seguro que si.

2 comentarios:

nom snad dijo...

jajaja... qué gran fabulador eres. El momentazo panadero se me ha quedar en el subconsciente para los restos, sobre todo con el trasfondo de la puesta en escena del Terapeuta Chaman. Estaban en la misma calle él y el Panadero y solo había cabida para uno. Un Ponte della Crea o una Färbergasse strase más en aquel ambiente cerrado y hostil y el chamarilero de la Baguette hubiese sido puesto en órbita cogiendo unas hostias. Cómo sufrí.

David Morello dijo...

En efeto

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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