jueves, 26 de enero de 2017

Lhardy


"Unos conspiran en las tabernas y otros conspiran en Lhardy. Se empieza en los tabernáculos obreros de Vallecas y se acaba dando una cena en Lhardy, porque todo el secreto de la vida nacional está en saltar de la taberna obrerista a Lhardy".
Francisco Umbral



Uno de los locales mas antiguos de Madrid, fue fundado por Emilio Lhardy un pastelero formado en París  que se trasladó a Burdeos a principios del siglo XIX a probar fortuna. Alli conoció a Prospero Merimée, el autor de Carmen, que le convenció para abrir un  restaurante en Madrid.
Lhardy se instaló en la carrera de San Jeronimo con el propósito de ofrecer a los madrileños y, sobre todo, a los extranjeros de paso por la capital gastronomía con un toque cosmopolita.  En palabras de Galdós, Lhardy vino a Madrid a "poner corbata blanca a los bollos de tahona".
Ilustres culos han ocupado sus sillones: la reina Isabel II, su hijoAlfonso XII, Alejandro Dumas, Ramon gomez de la serna, Ignacio Zuloaga, Julian gayarre…
En sus salones se han urdido conspiraciones y se han derrocado Gobiernos.  Primo de Rivera agasajaba a los  ministros de su  Dictadura en el salón japonés, y en el contiguo se decidiía el nombramiento de Alcalá Zamora como presidente de la República.
Actualmente el Lhardy conserva ese aire aristocrático, entre rancio y cosmopolita. Además del bar y el restaurante tiene tienda, pastelería  y varios salones para reuniones exclusivas. Tienen  un consomé de fama internacional, que cada cual se sirve de un sandovan, un prestigiado cocido madrileño y unas barquillas de riñones al jerez que quitan el hipo.

1 comentario:

Jose Felix Morales dijo...

Habla del Café Gijón, anda....

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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