viernes, 14 de marzo de 2008

La Casa Azul





"Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida: uno en cuando me tumbó un autobús y el otro cuando conocí a Diego".

Frida Khalo









En el pueblo de Coyoacán, actualmente engullido por la voracidad urbanística de DF, está el museo de Frida Khalo, en La Casa Azul, donde nació, vivió y murió.

Frida conoció al gran muralista Diego Rivera, 20 años mayor que ella, cuando todavía era una estudiante en el colegio. Un tiempo después, en 1929, se convirtió en la tercera esposa de Rivera.

Fue una unión poco convencional, problemática, sin embargo apasionada, que sobrevivió a numerosas infidelidades por ambas partes, separaciones e incluso, un divorcio en 1939 y la consecuente reconciliación, celebrando un segundo matrimonio en 1940.

El amor de Frida por Diego fue tenaz, a pesar de la incorregible actitud mujeriega de Diego, que le llevó incluso a tener relaciones con Cristina, la hermana menor de Frida. Este dolor se sumó a los sufrimientos y padecimientos que caracterizaron su juventud, cuando un horrible accidente en autobús dejó su cuerpo destrozado para el resto de su vida.

En algun sitio he leido que lo único que recordaba Frida de aquel accidente, cuando una barandilla le atravesó la columna, era que una lluvia de oro caía sobre ella... Y es que, al parecer, en el autobús viajaba un carpintero que llevaba a su taller un paquete de purpurina que salió reventado con el impacto.


1 comentario:

Wendy Pan dijo...

Oh, mi querida niña Frida, la que se dejó parte de su espalda y parte de su vida-futura-posible en aquél pobre y despachurrado autobus.
Quién sabe lo que habría sido de su vida, de su obra y de su fuerza sino hubiese tenido que cargar con ese sufrimiento sin fin todos y cada uno de sus días y de sus noches. Qué habría sido capaz de hacer con una columna vertebral que la hubiese sujetado a ella y no al revés.

Es algo que siempre me he preguntado, sin haber leido ningún libro ni visto película sobre ella.
Aún así siempre me ha impresionado su fortaleza.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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