miércoles, 11 de noviembre de 2009

El rey Kong

De las muchas imágenes memorables que nos ha ofrecido el Empire State, ninguna tan fascinante como la de King Kong encaramado en lo alto de su estructura derribando aviones como si fueran insectos.

El enamoradizo simio arrancado de las junglas protohistóricas de la Isla clavera, encuentra serios problemas para adaptarse a la civilización.
Rompe sus cadenas, recoge a su chica y se refugia en las alturas, en lo que entonces era el techo del mundo. Alli, cerca de las estrellas, se siente seguro, pero entre la artilleria aerea y las reticencias de la bella acaban derribando a la bestia.

Al respecto Enric Gonzalez cuenta una historia graciosa: En 1983 para celebrar el cincuenta aniversario del estreno de la película, un empresario californiano especializado en fabricar muñecos hinchables ofreció a los propietarios del Empire construir un King Kong de plástico de 40 metros, pagando él mismo los 100,000 $ que costaría, a cambio de la publicidad que iba a suponer.

El dia del evento la lona del muñeco se rasgó con el viento y se desinfló. El gigante se quedó como un colgajo negro bamboleandose y rompiendo cristales y ventanas con las sacudidas del viento, mientras los aeroplanos contratados dieron unas vueltas alrededor del trapo, sin saber muy bien que hacer, lo que debió dar mas sensación de fiasco al espectáculo.

Al final esta burda réplica infringió mas daños al edificio que los que causaba en la ficción cinematográfica y el coste de las reparaciones superó con mucho el presupuesto de la película.

2 comentarios:

cosmopolitana dijo...

"La Belleza mató a la bestia"

gus aneu2 dijo...

Y los ñapas cuando ven que hay quien paga ponen la tarifa de luxe y a por todas.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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