viernes, 8 de octubre de 2010

Grandes remedios



Paso por la Calle della Morte y siento un escalofrio. Cuanto mejor estaria en la Via de Amore degli amici. Me siento aliviado cuando la calle acaba y desemboca en la Campo Bandiera e Moro o della Bragora.

Inmediatamente recuerdo una historia.

Corría el mes de febrero de 1819, aunque tampoco corría demasiado.
Un circo se había establecido en Riva degli Schiavoni, para animar los carnavales venecianos. Los contorsionistas se retorcían, los magos desaparecían, los payasos lloraban… todo transcurría con circense normalidad, cuando de repente, tal vez hastiado de su cautiverio, el elefante enloquece y aplasta a su domador. Huye y empieza a destrozarlo todo a su paso hasta que llega al
Campo Bandiera e Moro o della Bragora y se refugia en la iglesia, acogiéndose a sagrado. Tal es la furia del animal que no hay manera de reducirlo. Alguien avisa al ejercito. Llega un escuadrón equipado de gran artilleria y abaten al elefante a cañonazos.

A grandes males, grandes remedios.






El episodio del elefante y algunas otras de las historias venecianas que aquí cuento las he leido en el fascinante libro La Venecia secreta del corto maltes

2 comentarios:

Judax dijo...

Las rebeliones siempre se han sofocado a cañonazos. Lo siento por el cuidador del elefante, pero aplaudo la sublevación del paquidermo.

Snad dijo...

.pensaba que se iba a subir a la peana esa que has puesto en medio, y que se iba a quedar petrificado, como ese otro de Roma, pero no, lo tienes que matar a cañonazos. [Por cierto, ayer estuve cenando en el atrio de Cáceres y me soplé un Chêteau d'Yquem de 1804[http://www.restauranteatrio.com/noticias/noticias_041218.pdf] que ha puesto a cero mi cuenta corriente en un pispas. Tenía para la botella pero no para la cena, así que también me invitaron a salir como a ese elefante de Alicante].

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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