lunes, 28 de mayo de 2012

La batalla de Clavijo

“SANTIAGO (VALADA INGENUA)”

"...Dice un hombre que ha visto a Santiago
en tropel con doscientos guerreros;
iban todos cubiertos de luces
con guirnaldas de verdes luceros,
y el caballo que monta Santiago
era un astro de brillos intensos..."

Federico García Lorca




Esta que aquí veis, iglesia de San Saturnino, no está en Navarrete, como reza la inscripción manuscrita, sino en lo alto del cerro de Ventosa, de donde es iglesia parroquial. En cualquier caso, fue en las inmediaciones de estos pueblos donde se desarrolló la batalla de Clavijo, ese pedazo de hito de la reconquista del que paso a daros breve cuenta.

El infame rey Mauregato, hijo natural de Alfonso I y de una esclava, para no ser atacado por los emires Omeyas les habia concedido el llamado Tributo de las cien doncellas. El vejatorio impuesto consistía en entregar anualmente a Abderraman II cien doncellas, cincuenta nobles y cincuenta labradoras, para que este saciara sus lascivos y refinados apetitos.

“Bramaban los Christianos sobre este feudo, especialmente los Nobles, que no saben sufrir infamias. Y de aqui resulto, el que varios Cavalleros esforçados, les quitaron de las manos el tributo algunas veces; y aun huvo ocasion, en que defendieron a las inocentes doncellas, los toros de una bacada, jugando contra los Moros sus puntas, y despedazandolos", según refiere el Compendio historial de La Rioja, de sus santos, y milagrosos santuarios.

Lope de Vega abordó este el tributo como argumento en Las Doncellas de Simancas. Al ir a entregar las cien doncellas,una de ellas se desnudó totalmente, y tan sólo al llegar a tierra de los moros se vistió de nuevo, no por mucho tiempo, supongo. Con esto daba a entender que no quedaban ya hombres en su territorio, puesto que nadie sabía defenderlas.

El relato del Tributo de las cien doncellas nos remite incluso a mitos mucho mas antiguos, como el del Minotauro de Creta. Monstruosa criatura con cabeza de toro, que se alimentaba de carne humana, cuya voracidad arrasadora era apaciguada por la ciudad de Atenas con la oferta de un grupo de jóvenes cada nueve años .

Como el mito cretense, la batalla de Clavijo también tiene su heroe. Ramiro I, trasunto de Teseo, se niega a cumplir el tributo y se enfrenta a los musulmanes

Ramiro I (842-850), hijo de Bermudo el Diácomo, se había proclamado Rey de Oviedo, tras mantener ciertas luchas contra Nepociano. Según cuenta la tradición en el año 844, el Rey Ramiro I reunió al Consejo de Estado, y les comunica su negativa a entregar las chavalas al emir cordobés, declarandole la guerra.

Logicamente contrariado, Abderramán II lanzó sus tropas al saqueo y la rapiña. Pronto habrían de enfrentarse ambos ejercitos en la célebre Batalla de Clavijo, en la zona de Albelda, cerca por tanto de Ventosa y Navarrete.

Las tropas del emir superaban a las de Ramiro en número de diez a uno. Los cristianos, barridos del territorio, se refugiaron en el llamado collado de Clavijo. Cuando las circunstancias les eran mas adversas, se abrieron los cielos y surgió una figura en la loma: nada menos que el apostol Santiago, en su versión mas belicosa, espada en mano y montado en un blanco caballo blanco, que acometió feroz contra la morería, desbaratando sus filas y causando gran estrago : "...cortava cabeças de Moros, como suele la hoz derribar espigas en el estio...".

Animado por la contundente presencia del primo de zumosol, Ramiro I continuó la batalla persiguiendo a los árabes hasta la villa riojana de Jubera, donde el apóstol matamoros abandonó su furibunda acometida y regresó a los cielos desde una peña en la que dejó las huellas del caballo.

2 comentarios:

Wendy Pan dijo...

Jolíns! Dónde está el botón de 'ME GUSTA' ?!!
Jajajajaja

Anónimo dijo...

siempre por las mujeres de por medio...

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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