martes, 16 de abril de 2013

almendron




La mejor forma de moverse por la isla es subirse a un almendrón.

Se llama almendrones a los numerosos vehículos estadounidenses fabricados antes de 1960 que recorren las carreteras cubanas, y que constituyen posiblemente el depósito de coches antiguos en funcionamiento más grande del mundo.

Cuando triunfó la Revolución Cubana en enero de 1959, muchos de esos carros eran de último modelo, recién importados a la isla. Con la imposición del embargo económico en 1960, y la imposibilidad de importar vehículos nuevos o piezas de repuesto, el parque movil de Cuba se mantuvo sin cambios a lo largo de seis décadas.  Durante este tiempo, cada propietario se las ingenió como pudo para mantener en funcionamiento estos gigantes automovilisticos. Los motores se iban apañando con piezas de lavadoras y las carrocerías se moldeaban a base de martillazo y lija.

Es cierto que llegaron vehiculos procedentes de los países socialistas, pero nunca tuvieron la misma aceptación. Por una parte, los Lada y los nuevos utilitarios rusos, estaban reservados para el aparato del Partido y funcionarios de gobierno; y por otra, su aspecto tosco nunca pudo competir con el impactante diseño  de aquellos Pontiac, Fords, Chevrolets o Cadillacs.

En 1951 circulaban por Cuba 143.000 almendrones. En 2013, la mitad todavía siguen en funcionamiento, unos 75.000. De ellos 10.000 circulan a diario por la Habana , emitiendo CO2 a la atmosfera como para ruborizar a la capa de ozono.

Muchos son de uso particular, otros se ofrecen como taxis y los hay que se alquilan a extranjeros. Existe también la opción de tomarlos como colectivos en rutas urbanas más o menos prefijadas, por menos de medio euro, aunque si te ven la cara de guiri intentarán cobrarte algo mas. En cualquier caso, montar en uno de estos poderosos trastos es una experiencia inexcusable en la Habana .

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amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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