sábado, 6 de abril de 2013

las piscinas del nacional



En cierta ocasión me colé en la piscina del Hotel Nacional. El acceso a estas instalaciones estaba reservado para los huéspedes del hotel, pero yo, sin serlo, hice como si lo fuera. Le eché un poco de morro y me fui directo a una tumbona, con la toalla al hombro, intentando no cruzar la mirada con ningún empleado. Ya bien infiltrado, me tomé un daikiri y me di unos refrescates chapuzones para aliviar la tórrida calima caribeña. Tan ricamente.

Habia quedado mas tarde con el lisensiado Valdés, y le sugerí que adoptara la misma táctica para colarse en la piscina. Yo soy un tipo anodino que no suele llamar la atención, pero  la poderosa anatomía del  lisensiado no suele pasar desapercibida, asi que un segurata se interpone en su camino e intenta impedirle el paso, como antaño a Nat King Cole y a Josephine Baker. “Hay que ser cliente del hotel para entrar en la piscina. ¿es usted cliente?”. El lisensiado reacciona con rapidez y responde manteniendo el tipo, como un hombre de mundo, “No estoy alojado pero estoy citado aquí con el señor Lasarte. Precisamente alli le veo” y me saluda con la mano. Yo hago un gesto, con fingida seguridad, como para que le dejen entrar y el portero se disculpa “usted perdone, señor”, franqueandole el paso con una reverencia.

Los siguientes daikiris llegaron por cuenta de la casa.

3 comentarios:

El Lisensiado dijo...

Grandes recuerdos, si señor, cuando mi sugerente voz amansaba a las personas....

Nomsnad dijo...

vaya dos!!

Mr.Holmes dijo...

Qué risas me he pegado con tu narración!!

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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