miércoles, 4 de marzo de 2009

La senyera

Ya que en mi post anterior hablaba de la Senyera, me he estado documentando sobre los orígenes de la bandera catalana. Según mis investigaciones, la cosa sucedió más o menos así:

Wifredo el Velloso (Guifré, el Pilós), noble visigodo, había sido nombrado conde de Barcelona por el rey de los francos, Carlos el Calvo, para agradecerle su ayuda en la lucha contra los normandos.

Sin embargo, este rey carolingio albergaba cierta antipatía y envidia contra el nuevo conde. Y es que Wifredo el Velloso, tenía una larga y voluminosa cabellera, amen de un tupido y varonil vello recubriendo su torso poderoso, mientras que Carlos el Calvo era lampiño y sufría una acusada alopecia, a juzgar por sus respectivos sobrenombres.

En aquellos tiempos los límites de los reinos de taifas musulmanes llegaban hasta Cataluña. Wifredo el Velloso decidió atacar a los sarracenos en Lérida, porque la familia de los Banu Qasi había fortificado la ciudad. En respuesta, los musulmanes atacaron Barcelona, y sucedió como en aquella elocuente copla:


Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos,
que Dios ayuda a los malos
cuando son más que los buenos

El caso es que en la batalla una lanza atravesó el pecho de Guifré, resultando mortalmente herido. Carlos el Calvo, cuyo resquemor no había hecho sino aumentar con el tiempo, acudió raudo al postrero lecho del velloso, dispuesto a disfrutar del momento. Comprobando que se encontraba al borde de la muerte, el taimado rey le importunaba y provocaba

-¿Qué, de que te sirve ahora tanto pelo? ¿Por qué no te haces un moldeado in extremis?

- Pero, por el amor de dios, majestad ¿es que siempre teneis que andar jorobando, hasta en mis últimos estertores? – protestaba el pilós, con mas razón que un santo

El rey no solo le hurgaba metafóricamente en la herida. También le hurgaba literalmente en la herida metiendole los dedos en el tajo que la lanza había abierto.

Al escuchar los débiles lamentos de Wifredo, sus familiares y miembros de la corte entraron en la estancia. Viendose sorprendido, el Calvo se limpió los dedos ensangrentados con lo primero que encontró: la dorada bandera del conde. Como los presentes le miraban con reprobación, el rey trató de disimular. “En esta difícil hora yo, el Rey de la Francia, te concedo este escudo en reconocimiento a tu noble arrojo y tu sedosa melena, oh valeroso Guifré”, o algo así debió decirle, mientras le cubría con aquel estandarte pringado con cuatro surcos de sangre.

Maldiciendo al monarca con un hilo de voz, Wifredo exhalaba su último suspiro. Sus restos permanecen en el monasterio de Ripoll. El escudo dorado con 4 barras rojas pasó a ser el oficial de los condes de Barcelona y despues bandera de Cataluña.


3 comentarios:

gus aneu2 dijo...

Esto sí que es historia documentada y contrastada: la señera pilosa.

Wendy Pan dijo...

jonino envidioso, gabacho tenía que ser...

EL AVENTURERO dijo...

tambien el velloso era gabacho, parece que nacido en la región de carcassonne

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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