martes, 15 de enero de 2008

A Juan Carlos, in memoriam

Oirsive jeneusse
a tout asservie
Par délicatesse
j' ai perdu ma vie.


RIMABUD


Queria dedicar esta entrada a Juan Carlos Salaverri, que nos acaba de dejar, amigo irrepetible y la persona mas ingeniosa que he conocido. Y la verdad es que no sé que poner; reproducir uno de sus txistes del aittitte me parece una frivolidad que enturbiaría el dolor de la perdida, pero el inefable Salaverri lo prefeririá a una evocación trágica.

Asi que os dejo un par de cosas que recuerdo que sí le gustaban. Una es este cuadro que escenifica la primera vez que Dante vió a Beatrice, con el florentino Ponte Veccio al fondo.

La otra es esta canción de Henry Mancini, para la película de la pantera rosa. Como él decía, estación de ski de St. Moritz, Alpes Suizos. Una cuadrilla de burguesazos de tomo y lomo, reunidos en torno a una chimenea inmensa y de pronto... ¡Fran Jeffries cantando, sin que nadie la hubiese visto antes allí, y acompañada de una orquesta invisible! Momento mágico!


Hasta siempre, J.C.


7 comentarios:

gus aneu2 dijo...

Un abrazo!

Jas dijo...

Siempre pasa igual, en estas ocasiones uno no sabe que decir, así pues...ABRAZOS A KASKOPORRO!!!

Nos vemos pronto.

EL AVENTURERO dijo...

gracias chicos, hasta el jueves

Wendy Pan dijo...

...qué puedo decir Bajis de mis entretelas, que tenía ganas de achucharte..., y ahora MÁS!

Anónimo dijo...

Lamento la pérdida, no están los tiempos como para perder buenos amigos.

Anónimo dijo...

Era el más ingenioso y el más tierno de los amigos que uno sueña tener. Por eso, no lo olvidamos y nunca se irá del todo...Fue un lujazo conocerte y compartir contigo un trozito de este mundo.Gracias.

ana b. dijo...

Era el más ingenioso y también el más tierno de los amigos que uno sueña tener. Por eso no lo olvidamos y nunca se irá del todo... Fue un lujazo compartir un trozo de este mundo contigo. GRACIAS.

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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